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    Culturas cafeteras: Japón

    marzo 17, 2022 3 lectura mínima

    Culturas cafeteras: Japón
    Sabemos que el té en Japón es cosa seria: un ritual, una filosofía, una de las ceremonias más sofisticadas del mundo.
    Del café nipón, sin embargo, a veces nos llegan instantáneas pop o bizarras: el primer local de Starbucks en el extranjero (y los más de 1500 que lo siguieron), las máquinas expendedoras con café enlatado, la cafetería con la taza más cara del mundo (¡914 dólares!).
    La dicotomía no es tal. Japón tiene una cultura cafetera fascinante y quizá nadie la encarnó como Ichiro Sekiguchi, el centenario maestro del café añejado.

     

    KISSATEN: LAS CAFETERÍAS

    Ocho décadas antes que Starbucks desembarcara con toda su parafernalia, Japón ya tenía su propia cadena de cafeterías.
    Café Paulista abrió en 1911 y si el nombre suena brasileño tiene sentido: Mizuno Ryo era un empresario responsable de llevar a muchos migrantes japoneses a trabajar en Brasil. Como recompensa, el gobierno brasileño le dio grandes cantidades de café. Mizuno recorrió cafeterías en Europa, tomó notas y puso su primer local en el refinado barrio Ginza.
    Los misioneros portugueses habían introducido el café en Japón en el siglo XVI, pero la primera kissaten recién abrió en 1888 en Tokio; en 1930 ya había más de tres mil cafeterías. Café Paulista es la más antigua que permanece abierta.

     

    SHOKUNIN: PERFECCIÓN EN ESPACIOS REDUCIDOS

    Shokunin es el artesano que entrega su vida a perfeccionar su oficio.
    Puede hacer espadas, sushi, origamis o brochettes de pollo; sea cual sea el campo al que dedique su vida, ésta se va a mover en los estrictos límites de la paciencia, la observación, la repetición y el mejoramiento gradual de algunos gestos.
    Matt Goulding, que le da un lugar central a esa figura en “Sushi, Ramen, Sake”, su maravilloso libro de viajes culinarios por Japón, define a los shokunin como los que bendicen a Tokyo con su silenciosa búsqueda de la perfección. En el mundo del café el shokunin por excelencia fue Ichiro Sekiguchi.

    LA GUERRA Y L’AMBRE

    Durante la Segunda Guerra Mundial los nazis se proveían de café de Indonesia y Sumatra. Al finalizar el conflicto, varios de esos sacos terminaron en almacenes abandonados de Tokio. Sekiguchi, un ingeniero de sonido que fundó el Café de l’Ambre en 1948, se enteró y compró algunos.
    Muchos de esos granos verdes, almacenados por años, no tenían ningún provecho. Pero otros “tenían un sabor intenso y rico en matices, como el buen vino”. A partir de unos granos de Sumatra con cinco años de añejamiento involuntario, Sekiguchi entendió su camino: conseguir café de todo el mundo y añejarlo con paciencia. Como buen shokunin buscó el control total de su pequeño universo: diseñó las tazas, su propio filtro de algodón para colar el café (con aspecto de los viejos coladores de media) y el sistema para conservar los granos verdes.
    Hasta colaboró en el diseño de la máquina para tostar sus granos añejos, que usaba dos veces por semana hasta sus últimos días.
    Un hombre de 104 años tostando granos con medio siglo de añejamiento: la longevidad duplicada.
    “En la actualidad l’Ambre ofrece una selección de cosechas añejas procedentes de todo el mundo: Brasil del 93, México del 76 y el más antiguo, un grano colombiano de 1954” escribió Goulding en 2015, cuando Sekiguchi tenía 101 años y se preocupaba porque solía tener cinco toneladas de café envejeciendo en el depósito y ahora solo le quedaba una. “Es el espíritu del shokunin: un anciano de 101 años preocupándose por el inventario”.

    EL SIGNIFICADO MÁS PROFUNDO DE LAS COSAS

    Hokusai es sinónimo de arte japonés. Su Gran Ola de Kanagawa hoy está en remeras, fondos de pantalla, tazas, tatuajes y muros alrededor del mundo. Nada de esto es reciente: ya en la década de 1860 sus xilografías y pinturas de cerezos y vistas del Monte Fuji fueron una influencia decisiva para pintores como Van Gogh y Monet.
    El pasaje más célebre de sus memorias es la mejor definición del shokunin,y es tentador imaginar al centenario Sekiguchi repasándolo mentalmente mientras tostaba sus granos añejos:

     

    “A la edad de cinco años tenía la manía de hacer trazos de las cosas.
    A la edad de 50 había producido un gran número de dibujos, con todo, ninguno tenía un verdadero mérito hasta la edad de 70 años.
    A los 73 finalmente aprendí algo sobre la calidad verdadera de las cosas, pájaros, animales, insectos, peces, las hierbas o los árboles.
    Por lo tanto, a la edad de 80 años habré hecho un cierto progreso, a los 90 habré penetrado el significado más profundo de las cosas, a los 100 habré hecho realmente maravillas y a los 110, cada punto, cada línea, poseerá vida propia.”

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